Los rótulos de géneros son parte importante de como la industria nos ha acostumbrado a entender y organizar la música que consumimos/escuchamos. Pero lo que distingue a muchas versiones actuales de los que definimos con esos nombres -jazz, tango, chacarera, cumbia, fado y mil etcéteras- es cada vez más borroso; pareciera que más allá de matices (o de las letras), las mil variantes y posibilidades de la canción occidental en distintos lugares del globo tienen más elementos en común que diferencias. Quizás por eso una banda de fado y otra de música balcánica integradas por argentinos pueden compartir un escenario y hacer canciones portuguesas, brasileras, búlgaras, sefaradíes o un clásico del jazz como Caravan de Duke Ellington (pequeño ejemplo de como darle un color exótico a una composición con mínimos elementos), o incluso composiciones propias; quizás por eso los músicos de una banda pueden tocar de invitados de la otra con instrumentos de otras regiones y ensamblar como si pertenecieran a la misma tradición hablando un idioma separado nomás por algún acento local. No es que la música sea un lenguaje universal, pero quizás vivimos en mundos mucho más pequeños de lo que nos damos cuenta.
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