Fue como estar adentro de un videoclip. El cantante de corbatita, camisa y su telecaster -mezcla perfecta de antihéroe y estrella de rock- toca los primeros acordes de un set inteligentemente organizado, alternando hit tras hit en un sube y
baja de climas perfecto que deja a la masa que puebla el campo del estadio a su merced. Las canciones son como recién salidas de la radio, cantables y hasta pegadizas, con coros que cualquier desprevenido que recién las descubre puede canturrear y sentirse un fan de la primera hora. Desde las plateas se ve el movimiento cadencioso de la marea humana que se mueve al ritmo de la música y que cada tanto acompaña con sus palmas los pasos que marca el bombo de la batería. El guitarrista se luce con solos melódicos pero épicos que un haz de luz cenital destaca mientras el público puede seguir coreando la última frase del estribillo. Hasta que, sobre el final, la parrilla de reflectores se convierte en un simple telón negro cubierto por tiras de lucecitas navideñas y el gran campo de fútbol se transforma en el living reciclado de una casa chorizo con algunas mesas y gente sentada en el suelo con almohadones. Pero no es el desenlace el de un brusco despertar que nos confronta con una cruel y dura realidad sino, apenas, el de un certero "continuará".
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