El tipo va armando una orquesta imposible, grabando sonido sobre sonido en vivo, usando todos los instrumentos de viento posibles, desde clarinetes, saxos, flautas varias y un shofar como nunca se escuchó en templo alguno, hasta los sonidos de un papel arrugándose, las llaves del clarinete, el agua llenando una copa y un silbido que merece un concierto propio. Y esto que podría ser un mero ejercicio autoindulgente y entretenido solamente para el que lo hace es todo lo contrario, porque el procedimiento no tiene la menor importancia, excepto para el regodeo de estudiosos y melómanos amantes de la anécdota banal y los testigos presenciales que asisten a un acto de magia sonora. Cuando algo así lo hace un músico de la creatividad, el virtuosismo y la sensibilidad de Marcelo Moguilevsky se convierte en un ritual por el que uno quisiera pasar mil veces, el de ser como un niño que escucha fascinado como le cuentan un cuento maravilloso por primera vez.
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