Por más que intentemos lograr silencio, el mundo siempre hace ruidos y, probablemente, no exista vida sin sonido. Las paredes que crujen, el agua que corre, el viento que sopla, el mismo cuerpo humano, se hacen oír sin que podamos evitarlo. Quizás por eso, el comienzo con una obra para flauta sola a un volumen casi por debajo del de un suspiro y su pretensión de un silencio imposible me resultó algo irritante. Pero con la pieza posterior para voz y quince instrumentos, la sensación se invirtió y creí asistir a la extraña alquimia de lograr transcribir esos ruidos involuntarios en pequeñas melodías y ritmos mimetizándolos en las más variadas formas de ejecución posible de los instrumentos de la orquesta. Lo que era ruido que me impedía disfrutar de la música se sincronizó de tal manera con lo que los músicos tocaban en escena que despareció por completo integrando obra y contexto en una música atrapante e hipnótica.
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