Los festivales de rock son una amansadora: hay que caminar demasiado, esperar demasiado, uno siempre queda demasiado lejos del escenario, demasiado apretujado, empiezan demasiado temprano, terminan demasiado tarde, todo sale demasiado caro, es difícil llegar, es difícil volver... Sin embargo, a ciertas horas del día, si uno logra encontrar un lugar adecuado, existe la posibilidad de vivir una de aquellas situaciones que redimen el sacrificio de la peregrinación rockera. Hacerse uno con la multitud, con el mar de gente que nos rodea en todas las direcciones y sorprenderse cantando completas todas las canciones de Fito Páez que uno ni sabía que sabía (incluyendo Once y seis y otras de esas que Tineli y la tevé supieron arruinarnos), como quien se reencuentra con un viejo amigo con el que, al menos por un rato, uno puede olvidarse por qué era que se había peleado.
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