Una palabra que siempre surge la hablar de un
show de Catupecu Machu es “energía”. Fernando Ruiz Díaz rebota por el escenario
como un poseso, canta, grita, salta, se trepa por donde puede, arenga y lleva
adelante su espectáculo con un despliegue físico considerable. Y estar, aún
como espectador, cerca del escenario sometiendo el cuerpo a los golpes de bajo
y bombo que te golpean en el pecho y hacen literalmente vibrar nuestros cuerpos
de la cabeza a los pies como si fueran parches de tambor es realmente energizante
e impulsa –por no decir que obliga- a tomar ese shock acústico como trampolín
para formar parte del pogo monumental que se forma en el campo. Pero de
repente, algo sucede que interrumpe ese ritual coreográfico, que impide el
movimiento. Los miles de chicos y chicas que saltaban hasta el límite de sus
posibilidades se detienen como autómatas a los que se les hubiera cortado el
suministro de electricidad. Al mirar al escenario, el Negro García López, gran
guitarrista invitado arremete a desarrollar un “solo de guitarra”, tópico
mítico de la historia del género, especie de sermón rockero ante el cual los
fieles deben dar su rítmico amén asintiendo con sus cabezas. A veces, solo de
guitarra y pogo requieren tiempos diferentes. Es como si en el medio de un
partido de fútbol alguien se pusiera a dictar una clase de filosofía. Ramas
parientes pero diferentes de una misma fe.
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